Mientras la Justicia investiga, se ha generalizado la idea de que Alberto Nisman fue víctima de un complot. La opinión pública es muy receptiva a este tipo de explicación, pues durante doce años el kirchnerismo ha denunciado repetidamente complots y conspiraciones, y no le ha ido mal. Hoy, por primera vez las cosas se han invertido: sin pruebas, pero con convicción, la mayoría cree que esta vez el Gobierno no es la víctima, sino el responsable.
Los complots no son una manía exclusivamente argentina; por lo contrario, tienen una larga historia en el mundo occidental. Desde fines del siglo XVIII, fueron el contracanto de la modernidad, la ilustración y la razón. Ya por entonces proliferaron las novelas sobre ligas y sectas, misteriosas y maléficas. Jesuitas, masones, templarios, illuminati y rosacruces eran los portadores de secretos planes de dominación del mundo, tan infernales como los de la Reina de la Noche de La flauta mágica. No era el viejo demonio, con su cortejo infernal de brujas, sino hombres organizados para adueñarse del poder. En el siglo XIX fueron sumados al universo conspirativo los judíos, que llegaron a ser protagonistas principales, y el Anticristo, que concentró el mal en una persona, infinitamente maligna y poderosa. Ésa es la trama de lo folletines del siglo XIX, los teleteatros actuales o las películas de James Bond, con múltiples variaciones del Satánico Doctor No. Todo eso contribuyó a conformar una visión conspirativa del mundo y el poder, convertida finalmente en una filosofía de la historia espontánea, que domina el sentido común.
Todos los complots se parecen en su forma. En El cementerio de Praga, Umberto Eco creó el personaje del abate Dallapiccola -el único ficticio en una novela llena de erudición-, que se dedicó a escribirlos por encargo para incriminar sucesivamente a los carbonarios, Garibaldi, los republicanos, los anarquistas o los partidarios de Dreyfus. Según la demanda de quien le pagaba, Dallapiccola sacaba y ponía a los jesuitas, masones, protestantes, capitalistas, ácratas y sobre todo a los judíos, cuya imagen podía amoldarse a todos los requerimientos. El cementerio de Praga era el lugar de reunión preferido de los conspiradores, cuyas maquinaciones se ajustaban a una forma universal del complot, repetida, previsible y, por eso mismo, creíble, pues "la gente cree lo que ya sabe". El último texto del abate fue a parar a manos de la Ojrana, la policía secreta del zar, que lo hizo famoso como Los Protocolos de los Sabios de Sion.
La singularidad y la eficacia de los complots dependen de los contenidos con que se llena la forma básica. En la Argentina -que ya los conoció en la época de las guerras civiles-, la moderna la idea de complot se vinculó, de un modo u otro, con la construcción de la nacionalidad. Inicialmente, el Estado promovió una nacionalidad amplia, inclusiva y tolerante, para "todos los hombres de buena voluntad", sin distinción de raza, credos o ideas. A fines del siglo XIX comenzó un giro, estudiado por Lilia Ana Bertoni, hacia la construcción de una nacionalidad homogénea. Era algo complicado, en un país de inmigración, pero según la moda de entonces la pluralidad era señal de debilidad y era imperativo separar al "ser nacional argentino" de lo ajeno, lo cosmopolita, lo extranjerizante. Así comienza la historia de "nosotros" y de "ellos".
La convicción, plena de soberbia, de que la Argentina tenía un destino de grandeza se combinó con una paranoia creciente, a medida que la realidad no justificaba esos prospectos. Sobre esa base se armaron las ideas del complot antinacional, parecidas pero diferentes según quién las enunciaba. El Ejército asoció la nación con su territorio, esencialmente argentino, y sospechó de los vecinos -sobre todo Chile y Brasil-, ansiosos de quedarse con lo nuestro. Detrás de Brasil estaba Gran Bretaña, gran potencia imperialista y vieja usurpadora de un fragmento de nuestro territorio esencial. Con el tiempo, los militares adoptaron la noción de frontera interior, y la lista de complotantes se extendió a los "subversivos apátridas".
Apátridas también fueron, a principios del siglo XX, los anarquistas, responsables de una conflictividad social más amplia, que el Estado se negaba a admitir. La ley de residencia autorizó a expulsarlos, abandonando el principio liberal e integrador de la Constitución. Una división parecida hizo la Iglesia Católica, que bajo la inspiración del papado desarrollaba un vasto proyecto de identificación de la nación con el catolicismo. Entre 1930 y 1940, bonachones curas de barrio denunciaban en términos apocalípticos la penetración extranjera cuando avistaban un protestante predicando en la vecindad. Los discursos más encendidos -como los de los padres Meinvielle o Filippo- sumaron a los judíos, siguiendo los argumentos de los Protocolos que retomó aquí Hugo Wast.
Otra vertiente fue el nacionalismo antiimperialista, que ubicó en el eje del mal a Gran Bretaña y luego a Estados Unidos. Gran Bretaña era un país protestante, se había adueñado de las Malvinas argentinas y organizó la economía del país en beneficio propio. Con esos elementos, fue fácil reconstruir la historia de un complot eterno en contra de la Argentina, asociada con la oligarquía local, cosmopolita y liberal, y socia en la explotación del pueblo. Esto empalma con otro costado: el nacionalismo populista, de Yrigoyen a Perón, que en nombre del pueblo argentino demonizó a la así llamada oligarquía.
Son versiones diferentes, y en muchos casos contradictorias, pero siempre divisivas: hay un campo de la nación y el pueblo y otro de sus enemigos. El revisionismo histórico logró armar con ellas un relato integrado y completo de la historia argentina en la que cada episodio, desde Colón o Mariano Moreno, forma parte de un complot de las fuerzas antinacionales. El revisionismo tuvo mucho éxito, en parte porque dio una respuesta gratificante a los fracasos argentinos: la culpa era de ellos, los malos. Se convirtió en la filosofía política de la gente común, que desde entonces creyó en toda explicación que lo confirmaba, y particularmente los complots.
La predisposición para creer en el complot antinacional está siempre latente. Sólo hace falta activarla, como lo hizo Galtieri en abril de 1982. Con esa matriz, los Kirchner construyeron su relato, que resultó un poderoso instrumento de poder. Partieron profundamente el campo político y explicaron cada conflicto en términos de un complot contra el gobierno y el pueblo. El enemigo era uno y muchos a la vez, pues como el abate Dallapiccola, en cada ocasión combinaron los elementos de manera diferente. La lista de los potenciales complotados es conocida: los militares genocidas, la oligarquía terrateniente y los grandes medios de prensa; sobre la figura de H. Magnetto, CEO de Clarín, se construyó un personaje digno del peor folletín. Las "corporaciones" siempre estuvieron a mano, y más recientemente el llamado Partido Judicial ocupa el centro de la escena. En el exterior casi todo es hostil, y hoy entra en la mira el Estado de Israel, tras el cual se perfila la sombra del judío eterno.
Este discurso, cambiante pero idéntico, no resiste al análisis lógico, pero encaja perfectamente en lo que muchísima gente está predispuesta a escuchar y aceptar. La matriz existe y el Gobierno sabe usarla. Pero con el caso Nisman no logra armar una versión simple y creíble; prueba varios caminos y se pierde en el mar de las descalificaciones personales. Está a la defensiva y le cede el terreno a otra versión del complot, también especulativa pero más obvia, que en principio vincula un asesinato con el poder y el Gobierno.
Quizá con el tiempo cambie la matriz del complot; "nosotros" podrá referirse al país normal, y "ellos" serán los delincuentes. En lo inmediato, el nuevo gobierno sólo puede aspirar a atenuar la exaltación complotista, volviendo a meter al genio malo en la botella. Pero es bueno saber que cualquier traspié podrá activar una versión del complot. Y no será éste el menor de los problemas del nuevo gobierno.
Luis Alberto Romero / Diario La Nación
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