"Saruman cree que solo un gran poder puede contener el mal, pero eso no es lo que yo he descubierto. Yo he descubierto que son los pequeños actos de bondad y amor de seres comunes y corrientes lo que previene el avance de la oscuridad". La cita es del sabio Gandalf en la primera parte de la trilogía de la película El hobbit, basada en la famosa obra de J.R.R. Tolkien. Y si bien no se encuentra en el libro, esta refleja fielmente la filosofía libertaria de Tolkien. En El Señor de los Anillos el mensaje libertario se confirma cuando Saruman insta a Gandalf a unirse con el poder para construir un orden superior: "Debemos tener poder para ordenar las cosas según nuestra voluntad y hacer el bien que solo los sabios podemos ver".
Aunque se trata de una obra de ficción, pasajes de este tipo son fundamentales porque recogen la esencia del pensamiento liberal. El liberalismo clásico, como es sabido, rechaza, al igual que Gandalf en la obra, la idea de que el progreso dependa de las capacidades planificadoras de sabios o intelectuales. El liberal cree que es la gente más simple, luchando día a día por el bien propio y el de los suyos y contra el mal propio y ajeno, la que logra avanzar la causa del bien y la belleza en el mundo. El tesoro que sustenta esa posibilidad de progreso es el de la libertad humana, la libertad para crear, para amar, para emprender, para tener éxito y para fracasar. Durante siglos, los liberales han luchado por proteger ese tesoro de su enemigo más letal: el poder.
El liberalismo auténtico es en esencia una filosofía que se opone a la expansión y concentración del poder. Poder, en este contexto, se entiende como la posibilidad que tienen algunos hombres de gobernar a otros, confiscando su propiedad e imponiéndoles por la fuerza fines que estos no se han dado. El poder que rechaza Gandalf y que buscan limitar los liberales es el que desea todo planificador: el poder en un sentido político. Pues es esa forma de poder, como explicó Weber, la que tiene por medio de acción específico el uso de violencia física. Y su monopolio pertenece al Estado.
El planificador requiere poder sobre otros y por tanto al Estado para imponer su voluntad. Ello significa que la libertad puede existir solo en ausencia del poder político, es decir, en ausencia de la coerción estatal que permite a unos someter a otros. Para el auténtico liberal el gobierno es, como diría Thomas Paine, en el mejor de los casos, un mal necesario, en el peor: uno intolerable. Bien inspirado se limita a proteger nuestra libertad y propiedad de la agresión de terceros. Degenerado, se transforma en la principal fuente de agresión y en una máquina confiscatoria. El liberal cree en el gobierno de cada persona sobre sí misma siendo responsable por su destino. Por eso busca limitar el poder de quienes controlan el Estado.
Tolkien, quien reconocería que su obra El Señor de los Anillos era una alegoría sobre el poder, detestaba la idea de que unas personas pudieran gobernar a otras. En su visión, el Estado, la máxima fuente de poder imaginable, era la amenaza central para el progreso y la libertad humana. En una carta a su hijo Cristopher, Tolkien diría que "arrestaría" a cualquiera que usara la palabra "Estado", como si este tuviera voluntad propia, explicando que su filosofía política tendía cada vez más hacia la "anarquía, entendida filosóficamente como la abolición del control y no como barbudos con bombas". El mismo Tolkien agregaría: "El trabajo más impropio de cualquier hombre, incluso santos, es comandar a otros hombres. Ni siquiera uno en un millón es apto para ello, y menos aún aquellos que buscan la oportunidad de hacerlo".
Tolkien creía, como lord Acton y toda la tradición liberal, que el poder de gobernar a otros termina por corromper a quien lo ejerce, aun si sus intenciones han sido hacer el bien. Cuando Galadriel y Gandalf rechazan el anillo de poder lo hacen invocando esa razón. El poder político y el mal son así, inseparables. El anillo representa el poder total sobre las creaturas de la Tierra y corrompe a su portador. Retornado a su amo, permitirá el triunfo definitivo del mal, graficado en un Estado totalitario encabezado por Sauron. Que sea Aragorn, un rey que no quiere ser rey el elegido por Tolkien para liderar a los hombres sigue la lógica de que quienes no buscan el poder son moralmente los más aptos para ejercerlo. De ahí también que sea una creatura tan sencilla e inofensiva como un hobbit la encargada de destruir el anillo.
Tolkien describe la vida en la comarca como una en la cual casi no existe gobierno. Es una especie de anarquía basada en relaciones de confianza, con un mercado totalmente libre y fuertes lazos comunitarios. El mundo de los hobbits es así un mundo sin poder en el sentido político, es decir, sin Estado. El hobbit no tiene la tentación de gobernar la vida de otro, no la conoce. Finalmente, son esos seres sencillos, con sus gestos de amor, amistad y valentía, quienes logran evitar el triunfo del mal destruyendo la fuente de poder. En nuestro mundo, más complejo que la historia por cierto, el liberalismo auténtico se pone del lado del hombre común luchando contra los intentos de acumular poder por parte de políticos, intelectuales y empresarios corporativistas. Sin duda, esa oposición a los poderosos es uno de los factores que más ha incidido en su desventaja frente a filosofías que, en la lógica de Saruman, postulan que el bien solo se puede alcanzar con una creciente concentración del poder en las pocas manos que controlan directa e indirectamente el Estado y, a través de él, todas nuestras vidas.
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